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En qué se parecen el Concorde y Fukushima

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El 26 de noviembre del año que acaba de dejarnos se cumplieron 16 años desde el último vuelo del avión supersónico Concorde, llamado así por la colaboración entre la industria aérea francesa y británica. Un hito histórico en la aviación al poner por primera vez en la Historia en servicio un avión comercial con capacidad supersónica que permitía alcanzar los destinos a los que viajaba, principalmente entre EEUU y Europa, en la mitad del tiempo que sus competidores convencionales. Es un artículo de Max Power.
En qué se parecen el Concorde y Fukushima

No he tenido la fortuna de volar en uno de ellos, pero sí de pasear por su interior para darme cuenta de que las exigencias técnicas hacían que el avión no se parezca en nada a lo que hoy entenderíamos por una cabina de pasajeros amplia y lujosa. Está claro que debemos ver con el paso del tiempo, en su contexto, que tecnológicamente fue un gran avance.

Su desarrollo requirió grandes inversiones que solo podían acometerse con la colaboración de dos potentes industrias fuertemente subvencionadas por el Estado. Incluso las compañías que los operaban recibían importantes ayudas por parte de los Estados participantes en el consorcio.

El accidente que sufrió el ejemplar de Air France el 25 de julio del año 2000 no acabó con su vida comercial, pero sí que dio pie a su declive. Los atentados del 11 de septiembre en Nueva York redujeron aún más la demanda de pasajes del avión súper sónico. El Concorde seguía siendo seguro aunque complejo en su operación, seguía imbatido en muchos aspectos desde el punto de vista técnico y era admirado mundialmente, incluso comparado con su homónimo soviético, el Tupolev Tu-144 puesto en servicio en noviembre del año 1977, casi dos años después de la puesta en servicio del avión occidental. Incluso en este campo, la guerra fría estaba servida.

Lo que terminó dejando en tierra a todos los Concorde fueron sus costes de operación. El conocido accidente fue, como ya he dicho, el comienzo de su declive, pero problemas de contaminación acústica y medioambiental, restricciones de operación y otros factores como la falta de actualización respecto a la competencia que se despreció fueron decisivos. No olvidemos que tanto el gobierno británico como el francés aportaron elevadísimas sumas de dinero para su desarrollo. De otro modo, jamás hubiese podido ser rentable su operación.

Salvando las distancias, podríamos afirmar que Fukushima fue a la industria nuclear, lo que el accidente del Concorde a la operación de vuelos súper sónicos.

La tecnología podía considerarse segura y avanzada, con las ventajas de la potencia firme en un sistema eléctrico interconectado como el europeo, pero el accidente que sufrió la central japonesa puso de manifiesto muchos costes que hasta la fecha habían permanecido ocultos. Creo que es vacua la discusión sobre las muertes que produjo el desastre nuclear. La serie sobre Chernóbil ha traído de nuevo el debate sobre la energía nuclear, pero creo que, por encima de las consideraciones medioambientales, de seguridad, acceso a los fines bélicos de la tecnología o de sus virtudes para con el sistema eléctrico, se impone el pragmatismo de los costes. Los dos ejemplos europeos, Flamanville, que terminará triplicando su coste previsto, u Olkiluoto III, no son tampoco casos de éxito de la industria nuclear.

Hinkley Point C, el reactor que EDF está construyendo en Inglaterra, no solo arrastra elevados sobrecostes, sino que requiere una retribución de 92 libras por MWh, según Bloomberg, más del doble de la media de su mercado, cuando cualquier otra tecnología es mucho más barata.

Si además consideramos que las renovables podrán abaratar el precio de la energía en los mercados europeos en la próxima década, cualquier otra tecnología tiene difícil competir sin subsidios en la actualidad. Sería además incoherente que los que ayer negaban las ayudas a las renovables por la externalización de costes de otras tecnologías, pidiesen hoy mayores ayudas para el nuevo desarrollo de los EPR.

Solo en determinados países, con fuertes apoyos de sus gobiernos, muchas veces con programas asociados a los usos bélicos de la energía nuclear, es posible su desarrollo civil.

En economías liberalizadas en las que la iniciativa privada invierte en los activos de generación, parecen escasos los ejemplos de fondos de inversión dispuestos a acometer las mastodónticas inversiones requeridas en un nuevo reactor, con periodos de retorno superiores a las cuatro décadas al coste actual del dinero.

Dejando a un lado la política, la ideología o los inconvenientes sociales o de los residuos, hay que dejar bien clara la cosa crematística. Está muy bien pontificar sobre las virtudes de una u otra tecnología y, al igual que no hemos vuelto a ver aviones comerciales supersónicos en nuestros cielos desde que dejó de volar el Concorde, parece que la industria nuclear tiene más opciones de conservar el parque de generación actual que de verlo crecer. Podemos admirar su avance tecnológico y sus virtudes, pero si ni los entusiastas ponen dinero para su desarrollo, creo que debemos rendirnos a la evidencia de que el capital mira a las renovables y no a la energía atómica.

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