javier garcía breva

La radiactividad mata mucho y por mucho tiempo

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Cada marzo y abril vuelven los aniversarios de las catástrofes nucleares de Chernóbil y Fukushima. La información ha evolucionado desde un balance de daños y responsabilidades a una descripción emocional del paisaje donde es raro encontrar la conclusión más lógica, la que ha expresado el que fuera primer ministro de Japón en 2011, Naoto Kan: “Deberían cerrarse todas las centrales nucleares”.

Lo increíble es que el mundo sigue sin una normativa internacional de seguridad nuclear y la inmadurez de la tecnología nuclear es la misma de hace sesenta años. Porque fueron esas las causas de ambos desastres. En la URSS, el diseño sin edificio de contención y la inexistencia de organismo de seguridad nuclear llevó al ministro de energía a la decisión política de conectar el reactor de un día para otro. En Japón, como concluyó su comisión de investigación, fue la connivencia de la propietaria de la central (TEPCO), el regulador de la seguridad nuclear (ANR) y el propio gobierno nipón para ocultar las graves negligencias en la gestión de su parque nuclear.

Después de Fukushima se ha intentado incorporar nuevos estándares de seguridad, pero el incremento de costes ha llevado a gobiernos y reguladores a seguir subestimando el riesgo y anteponer los intereses económicos a la seguridad nuclear. Ninguna central nuclear debería operar sin cumplir los estándares post-Fukushima. Los atentados de Bruselas han vuelto a poner en evidencia la inseguridad de las centrales pero tampoco hay control sobre el tráfico de material radiactivo. El gobierno de Alemania ha pedido a Bélgica la desconexión de dos reactores por problemas de seguridad detectados en 2012.

La Comisión Europea ha calculado que mantener la cuota nuclear del 27% de la demanda eléctrica en la UE requerirá una inversión de ¡¡770.000 millones de euros!!, incluyendo el coste de nuevas centrales, alargamiento de vida útil, gestión de residuos y desmantelamiento. Los costes reales pueden estar por encima del billón de euros. El nuevo cementerio nuclear de Francia costará 30.000 millones. La futura nuclear de Hinkley Point en Reino Unido se ha contratado por 34.000 millones poniendo en riesgo de quiebra a EDF, la eléctrica pública francesa que ha tenido que rescatar al grupo nuclear Areva con 5.000 millones de pérdidas, ocasionadas por el reactor de Olkiluoto en Finlandia, cuyo coste se ha triplicado hasta 10.000 millones y ocho años de retraso.

El coste de la energía nuclear es un disparate. Endesa, propietaria al 50% de la central de Garoña, en un informe de 2014 concluyó la inviabilidad económica de su parque nuclear. Iberdrola, el otro 50%, ha llegado a la misma conclusión en 2016. Si no se cierra es porque están esperando cobrar el lucro cesante por la pésima gestión política de los últimos gobiernos y la dependencia del Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) del poder político.

La seguridad nuclear no es rentable y su coste incalculable. En nuestra legislación ese coste se traslada a la sociedad y las futuras generaciones. Como en Chernóbil y Fukushima. En eso se basa la viabilidad de las nucleares, en socializar sus costes eximiendo a los propietarios de responsabilidad civil y tratando de influir en el CSN para ocultar cualquier riesgo o suceso.

Hay dos tendencias que indican el agotamiento de la energía nuclear en el mundo: mientras la inversión nuclear crece al 2%, la inversión en energía solar crece al 38% y la eólica al 10% y mientras los costes de la energía nuclear se multiplican con el tiempo, la reducción de costes de las renovables es veloz e imparable. No aprender la lección es simplemente esperar la próxima catástrofe. ¿Cabe mayor negligencia?

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