Hace casi veinte años se celebró la Cumbre de Río 92, con 172 gobiernos y miles de activistas. Aquella Cumbre de la Tierra revolucionó el mundo. El ecologismo social y la comunidad científica consiguieron que la agenda medioambiental entrara en las organizaciones sociales y en las instituciones. Se aprobaron convenios como el de Biodiversidad o el de Cambio Climático, que ha protagonizado las relaciones
multilaterales e influido decisivamente en las políticas energéticas. Las energías renovables, antes marginales, han alcanzado un desarrollo espectacular generando millones de empleos verdes y sus perspectivas potenciales son aún mucho más prometedoras. Y se acuñó el concepto de desarrollo sostenible.
Pero la ilusión de que bastaría con esa toma inicial de conciencia ambiental institucional, con la formulación del desarrollo sostenible y con la adopción de los mencionados convenios para lograr el cambio se ha desvanecido. Veinte años después, las emisiones, la presión sobre los ecosistemas, la desaparición de especies, el agotamiento de recursos no renovables, la pérdida de suelo, agua y atmósfera disponibles, la huella ecológica, la contaminación y las enfermedades de origen ambiental… han crecido a mucha mayor velocidad que en los veinte años anteriores, sin haber resuelto los problemas sociales. Mil millones de personas no disponen de agua potable, dos mil no tienen acceso a la energía eléctrica y tres mil viven con menos de dos euros al día. Todo en aras de un progreso económico que la crisis ha revelado fallido. La crisis no es sólo financiera, sino más profunda: es económica, social, energética, climática y ambiental.
Es la crisis de un modelo productivo y de consumo claramente insostenible. Es la crisis, de unas políticas tradicionales empecinadas en promover la continuidad de ese modelo. La autorregulación del mercado ha resultado ser un espejismo. La idea de que la expansión del sistema económico solucionará la pobreza en el mundo no funciona: si todos los habitantes del planeta consumieran lo mismo que los de los países desarrollados, se necesitarían tres planetas, y sólo tenemos uno. El despilfarro no puede continuar...
Ha comenzado la cuenta atrás para la celebración, veinte años después, de una nueva Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro, de la misma manera que ha comenzado la cuenta atrás para salvar a la civilización y a la sociedad humana de un cambio climático catastrófico y otros desastres ambientales y sociales, cuyas medidas para evitarlo deberían adoptarse en la próxima década, sin más dilación. ¿Conseguirá Río+20 estar a la altura del desafío?
Los dos temas que abordará la Cumbre parecen bien enfocados: 1/ La economía verde en el contexto del desarrollo sostenible y la erradicación de la pobreza; y 2/ cómo gobernar la agenda institucional mundial para la sostenibilidad. Acertar en los temas
es condición necesaria pero no suficiente. Habrá que acertar en las propuestas y, sobre todo, en los compromisos de acción, para orientar una transición justa hacia la economía verde, que de un vuelco a la economía convencional, hoy totalmente gobernada por los mercados, es decir por la codicia. Tres propuestas clave para esa transición: implantar una nueva fiscalidad de carácter social y verde –empezando por la tasa a las transacciones financieras internacionales y siguiendo por un impuesto al CO2– que revolucione la manera de concebir los ingresos y gastos públicos; mantener y fortalecer los sistemas públicos de protección social e implantar una protección social mínima para los miles de millones de personas que no la tienen, como forma de facilitar los aspectos sociales de la transición; e implementar la creación de cientos de millones de nuevos empleos verdes en actividades productivas y de servicios ambientalmente sostenibles.
