juan castro gil

La cosa eléctrica

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En el año 2010 empezó de forma incipiente la actuación de un grupo de personas, que en diferentes disciplinas, empezamos a trabajar por defender desde todos los prismas posibles, lo que entendíamos una situación injusta e incluso de dudosa moralidad.

Decenas de miles de familias se encontraban cautivas de una situación que no comprendían. Su país les había cautivado para que participasen en uno de los mayores cambios tecnológicos de la historia reciente, el energético, y por culpa de la retroacción normativa se encontraban avocados a problemas financieros que se llevaban por delante sus patrimonios y sus ilusiones.

Más allá de circunstancias colaterales -de peso-, relacionadas sin duda por la preponderancia de núcleos de poder que orbitan sobre la energía, el problema jurídico fundamental radicaba en la posibilidad de la Administración de modificar los marcos normativos de forma que no se reconocieran adecuadamente los derechos o las expectativas de derechos de los ciudadanos. En la ponderación entre la no petrificación normativa y lo que el profesor Tamames le gusta denominar carrusel normativo tendría que existir una zona de acuerdo. Sin embargo eso no está siendo así.

De forma más o menos unánime, la doctrina ha venido reiterando que “alguna vez”, tanta modificación legislativa con afectaciones directas al patrimonio de los operadores tiene que llegar a su fin. Parece evidente que a nadie le resulta deseable desde el prisma de la seguridad jurídica, que nuestro país se vea inmerso en listados de dudosa significación entre los países que más demandas por incumplimientos de tratados soporta, o que difícilmente alguien pueda desarrollar inversiones a largo plazo en los sectores regulados, sin la consecuencia certera de que serán revisadas poniendo en peligro las mismas.

La Sala Tercera del Tribunal Supremo ha venido manifestando desde principios de la década pasada que el operador del sector regulado de la energía tiene que conocer o debe de conocer que existe riesgo regulatorio en su actividad. Y entendemos que, en su origen, no lo dijo por capricho, sino por un argumento al que en su momento, desde luego no se le podía poner tacha.

Sostenía el Tribunal Supremo en una conocida sentencia de junio de 2001 que los operadores energéticos, por su conocimiento del sector -casi siempre superior al de los propios organismos reguladores-, por su cercanía con los ámbitos de poder, tenían una capacidad de análisis de carácter extraordinario y estaban en condiciones idóneas para prever la evolución del régimen jurídico y por tanto el riesgo regulatorio.

Llegaba a manifestar que incluso era sobradamente conocida la rancia tradición patria de que las propias empresas preponderantes de la cosa eléctrica formaran parte de los procesos normativos. Y efectivamente, que determinadas empresas han venido redactando con mayor o menor intensidad las normas, es un hecho constatable incluso legislativamente: desde la celebérrima Orden Ministerial de 2 de diciembre de 1944, siendo ministro Demetrio Carceller Segura, donde el propio artículo 1 decía: “Se aprueba el plan de conjugación de sistemas regionales de producción de energía eléctrica propuesto por don José María de Oriol y Urquijo, Presidente de Unesa, a quien se encomienda su ejecución”, hasta El Protocolo para el Establecimiento de una Nueva Regulación del Sistema Eléctrico Nacional de diciembre de 1996, al que aludía la propia sentencia, o hasta recomendaciones mucho más cercanas en el tiempo que han venido apareciendo en el Boletín Oficial del Estado, es un hecho innegable que determinadas empresas han tenido un evidente predicamento en la formulación normativa.

Y fruto del mismo, la Sala Tercera entendía que debieran de ser conocedores e incluso responsables de las posibles ineficiencias que derivasen de las normas en las que participaron. Ese argumento se fue replicando durante los siguientes años, si bien como suele suceder con los argumentos replicados, cada vez con perfiles más tenues.

Si al principio se significaba dicha incidencia en que el riesgo era previsible por la preponderancia de los operadores, un poco más tarde, iba decayendo del argumento la justificación de aquella preponderancia, para significar solo que el sector regulado de la energía debe de soportar el riesgo regulatorio, sin el recordatorio de su pecado original. Y así ha llegado a nuestros días.

Sucede que en el sector energético mundial, en los últimos ocho años, de la mano de la modular tecnología fotovoltaica, ha sobrevenido un inusitado advenimiento: cualquier ciudadano individual puede ser productor de energía. Son decenas de millones los pequeños productores en el mundo entero que tienen módulos fotovoltaicos en sus domicilios, fincas, huertas… En España en tan solo cinco años aparecieron 62.000. Y el grueso de esos productores está formado por ciudadanos del común, sin ninguna experiencia en el sector eléctrico, a los que su Estado les ofreció convertirse en operadores energéticos con un objetivo medioambiental concreto. En nada se parecen esos particulares con los operadores convencionales. No tienen ninguna capacidad normativa, ninguna cercanía con los núcleos de poder, ni ningún conocimiento vertical sobre el sistema eléctrico.

El aplicar los rigores de la interpretación de aquel riesgo regulatorio vinculado a la preponderancia de los grandes operadores, a un microgenerador que mide su producción en kW y no en GW (1 millón de veces inferior), permítanme que lo califique, cuando menos, de inapropiado e injusto.

Con el ánimo de formular debates jurídicos enriquecedores sobre tan compleja situación, hemos decidido promover varias iniciativas académicas, a fin de conseguir en algún momento que la teoría del derecho sea un poco más permeable a las nuevas realidades de nuestros tiempos.

Este artículo es un resumen de la obra colectiva “Riesgo Regulatorio en las Energías Renovables”, promovido por Anpier y que acaba de publicar Aranzadi.

 

 

 

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